Tú,
Winston, eres una mancha en el tejido; una mancha que debemos borrar.
¿No te dije hace poco que somos diferentes de los martirizadores del
pasado? No nos contentamos con una obediencia negativa, ni siquiera
con la sumisión más abyecta. Cuando por fin te rindas a nosotros,
tendrá que impulsarle a ello tu libre voluntad. No destruimos a los
herejes porque se nos resisten; mientras nos resisten no los
destruimos. Los convertirnos, captamos su mente, los reformamos. Al
hereje político le quitamos todo el mal y todas las ilusiones
engañosas que lleva dentro; lo traemos a nuestro lado, no en
apariencia, sino verdaderamente, en cuerpo y alma. Lo hacemos uno de
nosotros antes de matarlo. Nos
resulta intolerable que un pensamiento erróneo exista en alguna
parte del mundo, por muy secreto e inocuo que pueda ser.
Ni siquiera en el instante de la muerte podemos permitir alguna
desviación. Antiguamente, el hereje subía a la hoguera siendo aún
un hereje, proclamando su herejía y hasta disfrutando con ella.
Incluso la víctima de las purgas rusas se llevaba su rebelión
encerrada en el cráneo cuando avanzaba por un pasillo de la prisión
en espera del tiro en la nuca. Nosotros, en cambio, hacemos perfecto
el cerebro que vamos a destruir. La consigna de todos los despotismos
era: «No harás esto o lo otro». La voz de mando de los
totalitarios era: «Harás esto o aquello». Nuestra orden es:
«Eres». Ninguno de los que traemos aquí puede volverse contra
nosotros. Les lavamos el cerebro. Incluso aquellos miserables
traidores en cuya inocencia creíste un día - Jones, Aaronson y
Rutherford – los conquistamos al final. Yo mismo participé en su
interrogatorio. Los vi ceder paulatinamente, sollozando, llorando a
lágrima viva, y al final no los dominaba el miedo ni el dolor, sino
sólo un sentimiento de culpabilidad, un afán de penitencia. Cuando
acabamos con ellos no eran más que cáscaras de hombre .
George Orwell. 1984